jueves, 9 de abril de 2009

La tarea de Silvia Ortíz
En el café
Llegue cuando faltaban varios minutos para la hora acordada. Amablemente un mesero me guió hasta la mesa que habríamos de ocupar, dispuso dos lugares mientras me preguntaba si deseaba ordenar ya o esperaría a mi acompañante, le sugerí que sirviera dos tasas de café, pero que esperara diez minutos para traer el servicio; asintió con una sonrisa antes de marcharse.
A través del ventanal distinguí el tráfico de la calle y las mesas vacías del corredor. Volví la mirada a la puerta principal. El lugar estaba poco concurrido, pero agradable. Dado el vistazo al entorno, llegue al centro de mi mesa donde reposaba un pequeño cuadernillo empastado en negro y que a fin de cuentas era el motivo de nuestra reunión. El mesero se acercó, dejo el servicio, me ofreció fuego para mi cigarrillo, de nuevo una sonrisa antes de darme la espalda para alejarse. Decidí apresurar un trago al café mientras recordaba mis pequeñas hazañas con el pasar de cada hoja. Cada Haiku en forma y contenido, el tiempo dedicado a intentar un dibujo que no queda, otro que no da la idea y uno más que es mejor trampear para ocultar la falta de pericia en el arte. Una imagen que pretendía ser una acera con las huellas que el otoño deja, “Visten los pasos de hojas muertas la calle, cruje el otoño”. El otoño, mi estación favorita, con un gris de melancolía y el enorme gusto por rasgar las hojas secas a cada paso, pretendiendo arrancarle un sonido al silencio de la mañana. Caballos, aves, una rosa, la noche, grillos. Hoja tras hoja, imagen tras imagen, frase tras frase. A veces solo hace falta cerrar los ojos para dejar que la mente viaje a su entero gusto y se ubique en el endeble hilo de lo vivido que queda como recuerdo. El rumor del mar, el aroma de la tierra cálida. Recordé la noche en que acampamos en el bosque, en la oscuridad distinguimos una línea blanca que se movía cautelosa, la sorpresa que nos llevamos, el zorrillo y nosotros; o aquella tarde en que entre el viento, la lluvia, relámpagos y truenos, tratábamos de mantener la casa de campaña en pie.
— ¿Más café?, me pregunto el mesero, tras recobrarme del ligero sobresalto le respondí que si, dos cafés más. Sirvió el café, cambio el cenicero al tiempo que me miro de reojo, después, se retiró.
Las noches de neblina me parecen misteriosas, aquellos caminos que se cierran a la visibilidad, que se abren en cambio para que la imaginación construya toda una historia detrás de la densa cortina. El viento, la tierra sedienta, los volcanes, las sombras que a su capricho mueve el viento en la oscuridad de la noche recreando melodías para acompañar su paso. Lo sublime, lo perfecto, lo que deja de serlo, deseos vueltos herrumbre.
— ¿Me regalas un cigarrillo? Levante la vista para encontrarme con una cara delicada, adornada con rizos oscuros, unos anteojos, una sonrisa apenada. Le ofrecí la cajetilla, el encendedor; tras una bocanada me dio las gracias y se marcho. Di un trago al café para después continuar con mi lectura.
Un camino. Fatal entrega. Sutil acecho. La naturaleza en su sabiduría, elije, dispone, nosotros creemos ser los orquestadores, “ajenos a” y no “parte de”, que equivocación; sin embargo habemos algunos que inconcientemente nos volvemos imitadores tras observar, tras percibir, y la naturaleza se vuelve como la madre que guía a sus hijos con el ejemplo, que sin palabras, construye.
Fui leyendo uno a uno hasta el final, un lago, un nido, una palmera. El mesero se acerco de nuevo, esta vez sin preguntarme sirvió las dos tasas de café y se marcho. Cerré el cuadernillo bajo mis manos, encendí un cigarro, la noche había caído sobre el ventanal, entonces pensé que no es suficiente, que aun hace falta más; entonces pensé en lo que me diría, trate de imaginar la expresión de su cara, su atención, su intención, sus manos sobre la taza del café o quizás habría un cigarrillo en alguna de ellas; entonces pensé que la distancia es mucha. En fin, tal vez otro día, en algún otro café, será.
— La cuenta, por favor.